domingo, 31 de marzo de 2013

LA ESQUINICA, CAPITULO 3

 

Esta es una serie escrita en colaboración entre los escritores “IndiEs” de Barcelona. Participan Josep Capsir, Mercedes Gallego, David Lucas, Frank Spoiler, Juanjo Díaz Tubert, Isabel Mata Musick, Juan Re-Crivello. Intentaremos que sea cada 5 días máximo.

 

A cargo de Josep Capsir

 

El inspector cogió su chaqueta y salió presuroso hacia la misteriosa dirección anotada a pie de foto. Algo le decía que esa dirección le llevaría al apartamento de la fulana y ¿por qué no?, del fallecido; además, ese Toni sabía algo que aún no le había contado, ¿el qué? De camino a su nueva pista, su cabeza se convirtió en un hervidero de ideas. ―« ¿Cómo puede ser que la policía científica no diera con esa nota que tan fácilmente encontré? ¿Quién se tomaría el interés de esconder otra nota en el interior de un pollo? ¿Cómo alguien podría imaginar que se me ocurriría meter la mano dentro? ¿No era más fácil dejar la nota dentro de un cajón? Y el del bar… Es posible que Toni conociese al muerto, si conocía a Merche y éstos se veían frecuentemente, no veo la razón…» ―Sus pensamientos se detuvieron bruscamente cuando, al llegar delante del portal del número 50 de la calle Caspe, una mujer rubia, de cadera ancha y escote generoso se adentraba al interior del edificio. ―«Es ella. Esa es Merche» ―Se dijo hacia sus adentros a la vez que tensaba el freno de mano y detenía el motor del coche.

Se introdujo en el interior de la finca, un edificio antiguo del barrio del Ensanche, huérfano de ascensor y que presentaba un aspecto deplorable. Las paredes, desconchadas y amarillentas, necesitaban una buena mano de pintura y la iluminación, escasa y lúgubre, delataba la falta de bombillas en los apliques laterales. Subió las escaleras a paso ligero, haciendo pie cada dos escalones e intentando interceptar a Merche. El inspector se detuvo en el primer piso, donde la puerta segunda estaba entreabierta. Intentando controlar su jadeo, abrió ligeramente la puerta y miró al interior con cautela. La estancia estaba a oscuras y apenas se distinguía el relieve de algunos muebles a través de la paupérrima luz que se colaba a desde una ventana lateral. Su vista se clavó en una figura que parecía colgar del techo. ―« ¡Qué me aspen! ¿Qué demonios es…?» ―Se estremeció. Ahora lo veía perfectamente, la silueta de una figura humana pendía del techo en mitad de lo que parecía el comedor. Sacó su arma reglamentaria y mirando a un lado y otro del pasillo que se le abría tras la puerta, se dirigió hacia el comedor, deslizándose con cautela con su espalda pegada a la pared y la pistola en alto. El fardo que colgaba del techo cimbreaba, como si hiciese poco tiempo que pendía de su soga. Si quería salvar la vida de ese individuo debía actuar con rapidez, por lo que dejó la pistola en el suelo y agarró al colgado por la cintura para que su propio peso no acabara de asfixiarle.

En cuanto lo abrazó, el fardo se deshizo entre sus manos, notando como el pliegue de unos ropajes le cubrían la cabeza y la espalda. Agitado por el hecho de perder de vista su entorno, se zafó de la ropa que le cubría la cara y trató de analizar la situación. La ropa, ahora esparcida por el suelo, era la de un payaso: unos pantalones bombachos blancos con unas rayas rojas y una chaqueta arlequinada de colores naranjas y amarillos. Más a su derecha, una peluca de pelo lacio y plateado, descansaba junto a unos zapatos desmesuradamente grandes.

― ¡Alto! ―Gritó una voz a su espalda.

Instintivamente alzó los brazos y se giró con extrema cautela. Un hombre enjuto, de pelo cano y rostro curtido le apuntaba con una pistola. El individuo que le apuntaba llevaba puestos unos calzoncillos raídos y una camiseta de tirantes blanca. Le miraba con firmeza y con una extraña sonrisa ladeada.

―No dispare, soy policía. ―Dijo inmediatamente mientras bajaba lentamente sus brazos.

El hombre borró su sonrisa, le encañonó directamente a la cabeza y su dedo apretó el gatillo con decisión. El agente cerró los ojos, resignado a su muerte. Todo fue tan rápido que ni tan solo escuchó la detonación del revólver, únicamente noto como desde su frente, se deslizaba su fría sangre por la cara. ―« ¿Fría? ¿Sangre fría?» ―Pensó al instante. Moravia abrió los ojos, seguía de pie y vivo ante un atacante que se reía a carcajadas. Pasó su mano por la cara, no era sangre, era ¿agua?

― ¡Maldito imbécil! ―Se abalanzó hacia él. ― ¿Me ha disparado con una pistola de agua?

Moravia le retorcía los brazos para esposarle mientras el infeliz seguía riendo a mandíbula batiente.  Por un lado, se sentía afortunado de haber salvado la vida, pero por otro, se sentía ultrajado y humillado por la estupidez de su agresor. Lo sentó en una silla con violencia y lo miró con condescendencia.

― ¿Se puede saber qué pretendía? Ahora debo detenerle por agresión a la autoridad.

Su atacante aún reía tímidamente.

― ¿Agresión? ―Carcajeó de nuevo. ― ¿De verdad que pondrá en su informe que le han disparado con una pistola de agua? ¿Cómo explicará que ha entrado en mi casa sin una orden judicial y sin llamar al timbre?

El idiota risitas tenía razón, había entrado en el piso de manera no reglamentaria y eso podía acarrearle problemas, además podía imaginar el cachondeo de sus compañeros cuando contase que le habían disparado con una pistola de agua.

― ¿Qué hacía el traje de payaso colgado del techo? Creí que alguien se había ahorcado. ―El inspector quería justificar la entrada al piso.

―Estos pisos tienen los tendederos en los patios interiores. ―Dijo el tipo en calzoncillos. ―Las palomas se posan en los poyetes de los pisos de arriba y me cagan toda la ropa. Por eso la tiendo aquí, en los ganchos del techo.

El inspector alzó la vista y comprobó como había una docena de ganchos anclados en el techo, cayados parecidos a los que había visto de pequeño en el matadero de su pueblo. Los ganchos en la penumbra de la estancia le hicieron estremecer.

― ¿Quién es usted? ―Preguntó de manera más tranquila el inspector.

El hombre de los calzoncillos abrió los brazos incomprensiblemente y le mostró las esposas abiertas. Hizo una mueca antes de volver a explotar en risas una vez más.

― ¿Pero cómo…? ―Estaba convencido de haber esposado perfectamente a aquel hombre.

―Me llaman Popeye y soy payaso y escapista profesional. Antes trabajaba en un circo pero con la maldita crisis… ―Hizo una pausa escénica y arqueó sus cejas antes de continuar. ―Ahora hago de payaso en un centro comercial. Me pagan una mierda pero es lo que hay…

Moravia se tranquilizó un poco, parecía que ese tal Popeye era un simple infeliz a quien le faltaba un tornillo. Lo más sensato era olvidar ese absurdo episodio y seguir buscando en otros pisos.

― ¿Conoce a esta mujer? ―Le preguntó casi con desdén, mostrándole la foto que le había dado la madre de Merche. ―Si no estoy equivocado vive en esta misma finca.

―Está equivocado. ―Replicó el payaso.

― ¿Equivocado? ¿No la ha visto nunca en esta finca?

―No he dicho que no la haya visto nunca en esta finca, sólo digo que esta mujer no vive en esta finca. ―Se encogió de hombros.

― ¿La conoce?

―Claro que la conozco, es Merche.

― ¿De qué la conoce? ―Siguió preguntando el inspector. Sacó un bolígrafo y un pequeño bloc de notas del bolsillo de su chaqueta y se dispuso a anotar la improvisada declaración.

―Trabaja en mi casa. ―Contestó parcamente.

― ¿Ha dicho “trabaja”? ―Levantó la vista de la libreta.

―Le alquilo la habitación por horas los martes, los jueves y los sábados por la noche.

― ¿Le alquila la habitación? ―Moravia frunció el ceño y se rascó la cabeza con vehemencia. ― ¿Para ejercer?

Popeye asintió.

―Como no puede pagarme con dinero, digamos que me permite cobrármelo en especies.

―Entiendo… ¿Sabe dónde puedo encontrarla? ―Se dispuso a anotar en su libreta.

―En el cuarto de baño. Ella está aquí. ―carcajeó de nuevo el payaso. ―Se está duchando. Ha venido un poco antes de su llegada. Creo que ha sido ella quien ha dejado la puerta abierta. Hay mucha corriente de aire en la escalera y si no se acompaña bien la puerta al cerrarla…

―Pero… ¿Por qué no me dijo que…?

―Usted no me preguntó. ―Sonrió pícaramente.

El inspector acababa de darse cuenta que había cometido un error de principiante. No había inspeccionado la casa para saber si había alguien más en ella. Echó un vistazo y vio que su arma reglamentaria continuaba en el suelo. La recogió y le hizo un gesto al payaso de guardar silencio acercando su dedo índice a sus labios. Se aproximó a una puerta que parecía la del cuarto de baño y aplastó su oreja en ella. Se escuchaba perfectamente el ruido del agua de la ducha. Vaciló un instante. No podía irrumpir en el cuarto de baño mientras se duchaba la mujer, así que decidió esperar a que ésta saliera.

―Lleva mucho rato ahí dentro. ―Se impacientó Moravia. ―Señora, salga por favor, soy policía y quiero hablar con usted.

Se giró hacia Popeye, quien sonrió y se encogió de hombros. Moravia repicó con insistencia la puerta. ― ¡Señora! ¡Señoraaaa!

El inspector abrió la puerta levemente y asomó la cabeza. El vaho se escurría por la ventana abierta del lavabo mientras el agua corría libremente por la bañera vacía.

― ¡Mierda! ―Exclamó justo antes de salir corriendo nuevamente hacia el comedor. ―Quédese aquí Popeye y ni se le ocurra marcharse. Ahora vuelvo, Merche ha escapado.

El agente bajó las escaleras a toda velocidad, saltando escalones a grandes zancadas y derrapando a cada rellano. Mientras tanto, tras la cortina del comedor de Popeye, Merche asomaba la cabeza y le guiñaba el ojo al payaso.

―Te debo una, Popeye.

―Me debes unas cuantas, Merche. Unas cuantas…

La mujer salió al rellano, miró por el hueco de la escalera y se fue hacia arriba, en dirección a la azotea.


miércoles, 27 de marzo de 2013

BESOS


 

Besos que enamoran, besos que erosionan,

Besos ya besados, besos precintados,

Besos que te hieren y besos que te curan,

Besos muy leales, besos falseados.

 

Besos con disfraz, besos diferentes,

Besos que desnudan, besos que reparan,

Besos muy honestos,  besos indecentes,

Besos que nos unen, besos que separan.

 

Pero como tus besos no hay labios que los superen…

No hay besos mejores que los que brindas de tu boca…

Son tus besos los que son insuperables…

Implacables al besar, incomparables en su esencia…

 

Besos que se esconden, besos que calientan,

Besos de cobardes, besos de valientes,

Besos que se escurren,  besos que te tientan,

Besos muy antiguos, besos muy recientes.

 

Besos que se enseñan, besos escondidos,

Besos muy sensatos, besos de locura,

Besos que se amañan, besos comedidos,

Besos de amargura, besos de ternura.

 

Pero son tus besos lo que enamoran…

Los que me llegan y nunca se demoran…

Tus besos los que exigen mis excesos…

Los que encienden mis pasiones…

 

Besos confundidos, besos acertados,

Besos congelados, besos de fervor,

Besos de pureza, besos de pecado,

Besos cotidianos, besos de color.

 

Besos transparentes, besos nebulosos,

Besos al vacío, besos que enriquecen,

Besos libertinos, besos ordenandos,

Besos inquietantes, besos que perecen.

 

Aunque son tus besos los que quiero…

Por los que muero día y noche…

Son tus besos y sólo ellos…

Tus besos, ay, tus besos…

 

 

 

 

 

sábado, 23 de marzo de 2013

LA ESQUINICA, CAPITULO 2

 
Esta es una serie escrita en colaboración entre los escritores “IndiEs” de Barcelona. Participan Josep Capsir, Mercedes Gallego, David Lucas, Frank Spoiler, Juanjo Díaz Tubert, Isabel Mata Musick, Juan Re-Crivello. Intentaremos que sea cada 5 días máximo.

A cargo de Juan Recrivello

 
El inspector, un sabroso señor de 40, de gomina que le apretaba los pelos hacia atrás, seguía dándole vueltas al caso del cadáver de “La Esquinica”. A Carlos Moravia, se le ocurrió una idea, fue hasta la calle donde le encontraron y reviso palmo a palmo la acera. En un espacio reducido pero que alojaba una piedra vio un saliente y tiro de él. Pudo ver un papel, ponía: el muerto vivía en calle Bailen 216, 3 4, y una firma ilegible. Lo primero que hizo es insultar en contra de aquella broma, pero con el pasar de los días, solo tenía en el corcho detrás de su espalda, la foto del cadáver, la imagen del pene inmenso y ese estúpido papel “del muerto soy yo”. Hasta que decidió ir a esa dirección. Era un edificio del barrio de Gracia, a la entrada de la finca, una pastelería daba vida a esa zona. Subió los tres pisos. En el rellano se encontró con tres puertas y al ver que no respondían al timbre, se acercó a espiar por la mirilla. Aquello cedió y entro a un largo pasillo, el piso estaba vacío, o muy pocas cosas le permitían intuir si allí había vivido “el muerto soy yo”. Se asomó al balcón, el sol de primavera entraba con fuerza. Luego fue hasta la cocina y se sirvió un vaso de agua, por curiosear abrió la puerta de la nevera. Un fuerte olor le aparto hacia atrás. Hacia el fondo, debajo de una luz amarilla vio un pollo. No parecía estar en mal estado. Lo saco fuera, y lo situó encima de la mesada antigua de mármol. Estaba abierto, introdujo su mano y encontró un papel dentro del gaznate. Lo estiro con suavidad y leyó: ¡Serás igual que tu madre! Reviso la nota por detrás, había un teléfono de un moble de la zona. ¡Esto va de putas!      –exclamo. Antes de presentarse en la casa de citas, también descubrió la única foto que habían dejado. Decidió bajar e ir hasta la esquina, entro en el bar Toni, famoso por sus tapas en la barriada y mostro la imagen de la señora. Al escucharle el camarero sonrió, luego dijo:
–Esta señora trabajaba en una casa de citas de la zona, luego se retiró hacia atrás dejando que un mutismo le invadiera.
– ¿Está el jefe? –pregunto el Inspector. De dentro salió un tipo que llamaban Toni, se le veía afiebrado, lleno de nostalgia por su pueblo pero muy famoso en la calle por su buen humor. Le pregunto por el muerto, quien nadie conocía. Le describió alto, de grandes ojos y acercándose a su oreja deslizo: “un pene como mil demonios”. El dueño del bar sonrió, conto algunas anécdotas de cuando fue a la guerra y los tamaños que había conocido, para acabar por responder con un deje raro y de cierto respeto: “solo sabrán de el en una casa de citas. Ellas tienen una excelente memoria en estos menesteres”. Carlos Moravia se echó hacia atrás y pensó: ¡que narices, hoy todos me llevan a una casa de citas! Ante lo cual marcho en esa dirección. Le recibieron en el hotel “De Lo Lindo”, un establecimiento elegante que se amparaba en la normativa de hoteles tolerantes con la actividad. En su interior, le recibieron dos matronas que conocían a la mujer pero no soltaron prenda, a lo máximo dos iniciales M R y, cuando explico el relato del pene gigante sus risas invadieron la recepción para agregar que en ese espacio carecían de esos datos, que según su experiencia los que les visitaban eran señores con dilataciones normales. Estaba otra vez sin datos. Al llegar a comisaria puso en el corcho el nombre de la calle Bailen, la imagen de la señora y la frase “un pene de mil demonios”, subrayando en rojo aquella pista que parecía llevarle a un callejón sin salida. Pasaron varios días y reviso el papel y repitió en voz alta ¡serás igual que tu madre!, dio varias vueltas a la oficina y decidió regresar al bar Toni, ese día estaba el camarero de la tarde y ante su pregunta relaciono las dos iniciales con Merche Ruiz. La describió como una mujer extraordinaria, con un gran salero y amiga de un vecino que tenía un don físico que era el comentario de la calle, pero que nadie conocía su nombre  “a lo máximo su sobrenombre de Guerwin”. El inspector saco la foto de la mujer y el camarero reconoció aquella descripción:
– ¡Ya tenía algo! –exclamo. En la comisaria busco en la base de datos de los apodos y nada podía asociarse con aquel individuo que quiso bautizarse como el muerto soy yo.
Al llegar el viernes, preguntaron por el Inspector. Había puesto un aviso en el periódico sobre Merche Ruiz con una recompensa. Su ayudante hizo pasar una señora mayor que se presentó como la madre de Merche. La señora al ver la imagen del pene gigante en el corcho en su espalda, no pudo menos que exclamar: “¡era de él!” –y agrego:
–Estuvo saliendo con mi hija varios meses y nunca pude averiguar ni donde trabaja ni cuál era su nombre –dijo–. Era habilidoso, rápido, con una mirada que estaba siempre a la captura de alguna debilidad de los que le rodeaban. La definición no aclaraba la identidad del muerto. Pero el Inspector indago más acerca de algunos aspectos referidos a su hija, pero en esa larga entrevista su madre ignoraba su profesión, pero dedujo que la tal Merche era de Barcelona, que había tenido varias profesiones hasta que se fue a vivir con el desconocido. A la pregunta si sabía dónde podía encontrar a su hija la madre contesto con un escueto: “hace un mes que no la veo”. Le pidió si tenía alguna otra foto para dejarle, en la que aparecieran los dos. Ella miro en el bolso para entregarle una imagen de casi un folio de la pareja. “Es una foto de cuando visitaron la Sagrada Familia”. La dejo marchar, en la parte inferior pudo ver otra dirección, su intuición parecía decirle que esta era la buena, ponía Caspe 50. Una llamada de teléfono le aparto: era una voz gaseosa de risa y broma, que le desconcertó. Ese sonido nasal lo había escuchado hace unos años en otro caso sin resolver que guardaba en la carpeta A/256. Pero cuando se presentó vio que era el dueño del bar, el tal Toni. Algo no encajaba, escribió el dialogo sobre la marcha, que mantuvieron entre ambos, en un papel:
–Era una mujer de esquina –dijo Toni
– ¿A qué se refiere?
–A que vivía por las noches a una calle de aquí
– ¿Ud. la frecuentaba? Su pregunta directa dio paso a un silencio. Luego la voz gaseosa rio una y otra vez para decir:
–Tengo trabajo, mire, yo, claro “en este país hay mucha mierda” –y colgó.

viernes, 22 de marzo de 2013

LA ESQUINICA, CAPITULO 1

Esta es una serie escrita en colaboración entre los escritores “IndiEs” de Barcelona. Participan Josep Capsir, Mercedes Gallego, David Lucas, Frank Spoiler, Juanjo Díaz Tubert, Isabel Mata Musick, Juan Re-Crivello. Intentaremos que sea cada 5 días máximo.

A cargo de Mercedes Gallego

Amaneció despejado y azul, como si el clima no supiera la que se avecinaba. La risa presidía la reunión; cafés y licores se paseaban por las mesas de la terraza entrelazando conversaciones, banales al principio, tensas, a medida que se ahondaba en los temas que siempre suscitan broncas: política, religión y fútbol. Pero ellos seguía allí. De vez en cuando alguien miraba al cielo que poco a poco se iba tornando gris hasta que, harto de la presencia de tanto ocioso decidió descargar su furia contra ellos. Primero unas gotas espaciadas y gruesas que no tardaron en volverse aguacero hasta que las sombrillas se doblaron incapaces de contener el torrente de agua, sin darles tiempo para guarnecerse. De repente, un bulto pesado cayó con el agua y un cuerpo untado en las baldosas de la acera paralizó la escena. El agua dejó de ser protagonista; a nadie le importaba calarse hasta los huesos y todos miraban hipnotizados el amasijo que poco antes debió ser un hombre a juzgar por las ropas, porque de él no quedaba nada reconocible.
Instintivamente todos miraron hacia arriba pidiendo explicaciones al rascacielos que se alzaba junto a ellos. Nada. Ventanas cerradas era todo lo que se divisaba. Algunos comenzaron a vomitar, otros a gritar y los más realistas, armados con sus teléfonos móviles llamaron a la policía.
El corro de gente había crecido cuando llegaron los agentes que cercaron el lugar con su cinta amarilla para que nadie tuviera acceso al untuoso cadáver. El forense lo declaró oficialmente muerto y la rueda legal se puso en marcha mientras el agua continuaba cayendo sobre todos los presentes llevándose a su paso masa encefálica y sangre que corría por la acera hacia la alcantarilla más cercana.
―¿Qué ha pasado aquí? ―preguntó el que parecía estar al mando.
Los congregados se miraron entre sí pero nadie respondió. El policía miraba a unos y otros pidiendo explicaciones hasta que uno de los curiosos contestó a su pregunta.
―Pues ya lo ve usted. Estábamos tomando un café, se puso a llover y nos levantamos para buscar refugio cuando ¡chaf!, esto ―dijo señalando al suelo―, cayó del cielo.
―No me ira usted a decir que ahora llueven muertos.
―Oiga, que yo no he dicho eso, pero es lo que pasó ―el individuo miró alrededor buscando la confirmación a sus palabras entre los presentes.
El policía miró hacia arriba recorriendo las ventanas metálicas del edificio y en un alarde de imaginación, ordenó:
―Cabo. Ordene montar guardia en la puerta y que no salga nadie de ahí ―señaló a la puerta―. Luego vaya usted con un agente piso por piso a ver si falta alguien.
―Sí, mi sargento ―respondió el cabo cuadrándose con un saludo militar―. Pero eso llevará horas porque así, a simple vista, parece que hay unos veinte pisos y según los que haya por rellano pues…
―Déjese de hostias, cabo y cumpla mis órdenes.
Uno de los asistentes se acercó sigilosamente al cabo cuando este se disponía a entrar en el portal.
―Mire usted. Acabo de oír lo que le decía su sargento y yo que usted empezaría por la terraza, porque de la forma que ha quedado el cuerpo no creo que haya caído desde el primero.
El cabo, que efectivamente pensaba empezar por el primer piso, miró al intruso con cara de pocos amigos.
―Usted métase en sus cosas, que nosotros sabemos lo que tenemos que hacer.
El intruso se dio media vuelta moviendo la cabeza pensando, tal vez, que la ineficacia siempre se esconde detrás de la mala leche.
El agua continuaba cayendo implacable pero a nadie parecía importarle. El morbo anula los sentidos y el amasijo carnoso del suelo impedía pensar en otra cosa. Los pensamientos casi podía oírse: «se habrá suicidado», eran los más frecuentes. «Eso es que lo han tirado desde la azotea», pensaban otros. «Otro afectado por la hipoteca», se aventuró a comentar un tercero dejando salir lo que pensaba.
Llegó la noche mientras la lluvia continuaba cayendo; un furgón de la Morgue apareció por fin para retirar el cuerpo. Primero intentaron moverlo con las manos, pero el estado en el que se encontraba obligó a los camilleros a recurrir a unas pequeñas palas para que los CSI de turno no se perdieran nada, aunque para eso deberían bajar a las alcantarillas donde parte de las sesos del difunto habían desembocado. Cuando el furgón mortuorio se alejaba dejó de llover.
Entre los restos no hallaron documentación ni otros enseres que pudieran dar una idea de la identidad del muerto. Un integrante de la Policía científica tomó las huellas dactilares que todavía quedaban intactas y las guardó en la maleta protegida por la consabida bolsita de plástico. Dos horas más tarde ya estaban escaneadas y rodaban buscando coincidencias en la base de datos. Nada.
Una semana más tarde el cabo ya había elaborado un informe de los doscientos setenta y seis vecinos que vivían en el rascacielos que tenía cuatro pisos por rellano. En realidad, el informe no era tal, porque se limitaba a poner los nombres de los inquilinos y constatar que no faltaba ninguno.
Un mes después, nadie se acordaba del suceso… ¿Nadie? Demasiado rotunda la afirmación. Alguien se acordaba y se alegraba del final que había tenido el desconocido cadáver. ¿O no tan desconocido? Lo era para la sociedad porque si no existe en algún archivo es como si fuese invisible. No habían reclamado el cuerpo o lo que quedaba de él, que se pudría en una nevera del depósito de cadáveres hasta «nueva orden», que no llegaba porque todos se hallaban a la espera de que alguien denunciase la desaparición de un individuo de unos cuarenta y cinco años, según la Científica, con la única seña de identidad de un inmenso pene que era lo único que había permanecido intacto al estrellarse sobre el suelo. Pero, ¿cómo poner un anuncio en la prensa? ―se preguntaba uno de los inspectores encargados del caso―. «Si fuese negro podríamos pensar en un senegalés, que tienen fama de… bueno, ya sabes…» Pero no. No era de raza negra, ni tenía prótesis dentales para buscar entre los dentistas, como hacen en las películas, ni prótesis de cadera, nada que pudiera sugerir un hilo del que tirar para esclarecer su identidad. Solo cabía esperar el paso del tiempo por si alguien denunciaba la desaparición de una persona que respondiera a las mínimas características que se tenían del cadáver de La Esquinica, como lo habían bautizado en la brigada por el lugar en el que había sido hallado, justo al lado de un bar con ese nombre.

jueves, 21 de marzo de 2013

TODO VA AL REVES


 

“Medía vida luchando por mantenernos en pie para caminar sin perder el equilibrio. En la otra medía, despertamos del esfuerzo y contemplamos como todo es una locura que funciona del revés.”

Miramos hacia arriba y allí no hay ni Dios.
Ni siquiera en el vaticano, donde el papa padece alzhéimer y Al Capone es recordado.
La justicia es injusta, el juez ha perdido el juicio y el abogado ha dejado al diablo para irse con el presidente de turno.
Ya no hay películas de piratas a la conquista de islas y fragatas, ahora es la música y también el arte, ese del séptimo, los que están pirateados en el sótano por bucaneros, con joyas y corbata en el puerto del triste emigrante.
Cuando menos te lo esperas y te viene un atisbo de luz, te das cuenta que todo va al revés. Eres el único que va en dirección contraria a lo que indica el panel; < Haga caso a la sociedad o le sancionaremos por poner delante el corazón y ser rebelde sin razón>

No sabes qué rumbo elegir, pues hasta descuelgan las estrellas para que pierdas la orientación y vuelvas a la manada del silencio.
Tampoco puedes presentar tus sueños, aunque estén en toda regla, que ya vienen ellos con la excepción para cargarse tu ilusión.
Es extraño, raro, ambiguo…este mundo vertiginoso, que a más velocidad, menos tiempo para pensar que lo primero es parar, respirar y beberte poco a poco el brebaje de la vida.
Ahora lo que vale, es cumplir con los contratos y sus dictados, que aquí el mangante es el mandante y el obrero el que el calla sin obrar.
Ahora los cuentos empiezan por el final, el príncipe destiñe y han cambiado las perdices por hienas. El titulo: “Una sonrisa para el desperdicio”.

Los pilares del universo crujen ante tanto plomo en sus carnes, a ese paso el firmamento caerá hecho añicos entre nuestros dedos y nuestras lágrimas. En esta rueda que gira al revés, es un sacrificio ser auténtico, donde la marea te lleva a ser un guiñol más de la función. Es lo más fácil, dejarte ir por las aguas estancadas que hay de puerto en puerto, entre la apatía y la indolencia, expuesto ahogarte porque la vida pasa sin que pase nada más que los rizos de las olas.

Todo va al revés, los gritos no se oyen por mucho que se grite.
Los caminos han desaparecido porque no hay ni un paso dado.
El sol no aparece al amanecer y la luna se ha diluido en la locura.
Se corre de un lado a otro y nunca se llega ningún lugar.

Todo va al revés…
Los besos esconden algún propósito.
Un abrazo resulta peligroso e inaudito.
El tiempo se ha perdido en el tiempo.
Y el amor, un invento demagógico.

Todo va al revés…