viernes, 22 de marzo de 2013

LA ESQUINICA, CAPITULO 1

Esta es una serie escrita en colaboración entre los escritores “IndiEs” de Barcelona. Participan Josep Capsir, Mercedes Gallego, David Lucas, Frank Spoiler, Juanjo Díaz Tubert, Isabel Mata Musick, Juan Re-Crivello. Intentaremos que sea cada 5 días máximo.

A cargo de Mercedes Gallego

Amaneció despejado y azul, como si el clima no supiera la que se avecinaba. La risa presidía la reunión; cafés y licores se paseaban por las mesas de la terraza entrelazando conversaciones, banales al principio, tensas, a medida que se ahondaba en los temas que siempre suscitan broncas: política, religión y fútbol. Pero ellos seguía allí. De vez en cuando alguien miraba al cielo que poco a poco se iba tornando gris hasta que, harto de la presencia de tanto ocioso decidió descargar su furia contra ellos. Primero unas gotas espaciadas y gruesas que no tardaron en volverse aguacero hasta que las sombrillas se doblaron incapaces de contener el torrente de agua, sin darles tiempo para guarnecerse. De repente, un bulto pesado cayó con el agua y un cuerpo untado en las baldosas de la acera paralizó la escena. El agua dejó de ser protagonista; a nadie le importaba calarse hasta los huesos y todos miraban hipnotizados el amasijo que poco antes debió ser un hombre a juzgar por las ropas, porque de él no quedaba nada reconocible.
Instintivamente todos miraron hacia arriba pidiendo explicaciones al rascacielos que se alzaba junto a ellos. Nada. Ventanas cerradas era todo lo que se divisaba. Algunos comenzaron a vomitar, otros a gritar y los más realistas, armados con sus teléfonos móviles llamaron a la policía.
El corro de gente había crecido cuando llegaron los agentes que cercaron el lugar con su cinta amarilla para que nadie tuviera acceso al untuoso cadáver. El forense lo declaró oficialmente muerto y la rueda legal se puso en marcha mientras el agua continuaba cayendo sobre todos los presentes llevándose a su paso masa encefálica y sangre que corría por la acera hacia la alcantarilla más cercana.
―¿Qué ha pasado aquí? ―preguntó el que parecía estar al mando.
Los congregados se miraron entre sí pero nadie respondió. El policía miraba a unos y otros pidiendo explicaciones hasta que uno de los curiosos contestó a su pregunta.
―Pues ya lo ve usted. Estábamos tomando un café, se puso a llover y nos levantamos para buscar refugio cuando ¡chaf!, esto ―dijo señalando al suelo―, cayó del cielo.
―No me ira usted a decir que ahora llueven muertos.
―Oiga, que yo no he dicho eso, pero es lo que pasó ―el individuo miró alrededor buscando la confirmación a sus palabras entre los presentes.
El policía miró hacia arriba recorriendo las ventanas metálicas del edificio y en un alarde de imaginación, ordenó:
―Cabo. Ordene montar guardia en la puerta y que no salga nadie de ahí ―señaló a la puerta―. Luego vaya usted con un agente piso por piso a ver si falta alguien.
―Sí, mi sargento ―respondió el cabo cuadrándose con un saludo militar―. Pero eso llevará horas porque así, a simple vista, parece que hay unos veinte pisos y según los que haya por rellano pues…
―Déjese de hostias, cabo y cumpla mis órdenes.
Uno de los asistentes se acercó sigilosamente al cabo cuando este se disponía a entrar en el portal.
―Mire usted. Acabo de oír lo que le decía su sargento y yo que usted empezaría por la terraza, porque de la forma que ha quedado el cuerpo no creo que haya caído desde el primero.
El cabo, que efectivamente pensaba empezar por el primer piso, miró al intruso con cara de pocos amigos.
―Usted métase en sus cosas, que nosotros sabemos lo que tenemos que hacer.
El intruso se dio media vuelta moviendo la cabeza pensando, tal vez, que la ineficacia siempre se esconde detrás de la mala leche.
El agua continuaba cayendo implacable pero a nadie parecía importarle. El morbo anula los sentidos y el amasijo carnoso del suelo impedía pensar en otra cosa. Los pensamientos casi podía oírse: «se habrá suicidado», eran los más frecuentes. «Eso es que lo han tirado desde la azotea», pensaban otros. «Otro afectado por la hipoteca», se aventuró a comentar un tercero dejando salir lo que pensaba.
Llegó la noche mientras la lluvia continuaba cayendo; un furgón de la Morgue apareció por fin para retirar el cuerpo. Primero intentaron moverlo con las manos, pero el estado en el que se encontraba obligó a los camilleros a recurrir a unas pequeñas palas para que los CSI de turno no se perdieran nada, aunque para eso deberían bajar a las alcantarillas donde parte de las sesos del difunto habían desembocado. Cuando el furgón mortuorio se alejaba dejó de llover.
Entre los restos no hallaron documentación ni otros enseres que pudieran dar una idea de la identidad del muerto. Un integrante de la Policía científica tomó las huellas dactilares que todavía quedaban intactas y las guardó en la maleta protegida por la consabida bolsita de plástico. Dos horas más tarde ya estaban escaneadas y rodaban buscando coincidencias en la base de datos. Nada.
Una semana más tarde el cabo ya había elaborado un informe de los doscientos setenta y seis vecinos que vivían en el rascacielos que tenía cuatro pisos por rellano. En realidad, el informe no era tal, porque se limitaba a poner los nombres de los inquilinos y constatar que no faltaba ninguno.
Un mes después, nadie se acordaba del suceso… ¿Nadie? Demasiado rotunda la afirmación. Alguien se acordaba y se alegraba del final que había tenido el desconocido cadáver. ¿O no tan desconocido? Lo era para la sociedad porque si no existe en algún archivo es como si fuese invisible. No habían reclamado el cuerpo o lo que quedaba de él, que se pudría en una nevera del depósito de cadáveres hasta «nueva orden», que no llegaba porque todos se hallaban a la espera de que alguien denunciase la desaparición de un individuo de unos cuarenta y cinco años, según la Científica, con la única seña de identidad de un inmenso pene que era lo único que había permanecido intacto al estrellarse sobre el suelo. Pero, ¿cómo poner un anuncio en la prensa? ―se preguntaba uno de los inspectores encargados del caso―. «Si fuese negro podríamos pensar en un senegalés, que tienen fama de… bueno, ya sabes…» Pero no. No era de raza negra, ni tenía prótesis dentales para buscar entre los dentistas, como hacen en las películas, ni prótesis de cadera, nada que pudiera sugerir un hilo del que tirar para esclarecer su identidad. Solo cabía esperar el paso del tiempo por si alguien denunciaba la desaparición de una persona que respondiera a las mínimas características que se tenían del cadáver de La Esquinica, como lo habían bautizado en la brigada por el lugar en el que había sido hallado, justo al lado de un bar con ese nombre.

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